EL BICENTENARIO: EL FESTEJO DEL INICIO DE LA LUCHA.
Una vez más hemos desperdiciado una oportunidad para reflexionar con seriedad sobre lo que nos hace ser mexicanos con estas forzadas celebraciones de un bicentenario que no es de 200 años, pues nosotros fuimos libres a partir del 27 de septiembre de 1821 gracias a la entrada triunfal de Agustín de Iturbide a la capital.
Todas las crónicas de la época coinciden en que éste fue uno de los días más dichosos que ha vivido la hoy tan atribulada Ciudad de México; ese día estuvo llena de esperanza y unida vitoreando al único hombre que había sido capaz de realizar el sueño iniciado por Hidalgo pero que había conducido torpemente y lo había llevado a la muerte.
Si las matemáticas siguen siendo válidas, no hay forma de hacer que entre 2010 y 1821 la distancia sea de 200 años, que es lo que quiere decir bicentenario. El primer y gravísimo error que por tradición hemos venido arrastrando los mexicanos es festejar una Independencia sin incluir en los festejos a su autor, Agustín de Iturbide, de quien don Armando Fuentes Aguirre “Catón”, conocido escritor, que en nada puede ser acusado de clerical o conservador, dice:
“Si tuviéramos todo lo que se necesita para echar por la borda los viejos clichés, estereotipos mentirosos; si de verdad nos apegáramos a la verdad, si hubiera una sola historia de México y no varias, opuestas y contradictorias, Iturbide, y no Hidalgo, sería llamado el Padre de la Independencia Mexicana”.
Juicio contundente que sacude profundamente a quienes se han conformado siempre con saber la historia de los libros de texto y de los historiadores oficiales, a quienes ha gustado contar la misma versión. Me parece que este punto es un gran pecado de ingratitud que hace que los mexicanos festejemos un mito y no la historia tal como fue; otra más de las grandes mentiras sobre las que no es posible formar un país congruente.
Otro gran boquete que tenemos en estas fiestas es que nuestra gran tradición religiosa, que se integró como parte de nuestra cultura y que es parte de nuestra forma de ser, esté fuera de la celebración. ¿Alguien se imagina nuestras ciudades sin construcciones religiosas, como templos, conventos, colegios, hospitales, asilos y otros edificios que forman la parte más bella de nuestra arquitectura artística y que fueron el centro de la vida nacional donde se formaron y vivieron generaciones enteras?
Las fiesta de nuestros pueblos giran en torno a las celebraciones religiosas, la vida familiar de una gran mayoría de mexicanos está inscrita en un entorno religioso, desde el bautismo de los pequeños, las primeras comuniones, las confirmaciones, las bodas y las misas de difuntos; toda la vida personal, familiar y social aún en esta época de laicismo y falta de fe está enmarcada por estos actos religiosos, desde el nacimiento hasta la muerte.
La Navidad, fiesta en la que se recuerda el nacimiento de Cristo, es para muchas familias un día de gran reunión, donde los mejores sentimientos salen a relucir; la semana Santa y el Domingo de Pascua son parte importantísima de nuestra vida social y qué decir del 12 de diciembre, cuando en las empresas se celebran misas en honor de la Virgen de Guadalupe o el 3 de mayo, cuando los trabajadores de la construcción festejan su día, que es el día de la Santa Cruz.
Esta no es una reflexión sobre el grado de fe de nuestra sociedad sino sobre la importancia que sobre nuestra cultura ha tenido y sigue teniendo el cristianismo, traído e inculcado por los misioneros, verederos padres espirituales de esta nación.
¿Habrá alguien entre los organizadores o el gobierno que tenga el valor de rescatar el recuerdo del hombre que nos dio la independencia? ¿No hay nadie entre los organizadores y promotores que les interese algo más que la cuestión publicitaria y política de este festejo? ¿Habrá por lo menos un líder de opinión que le interese conocer y dar a conocer un hecho tan incontrovertible como éste?
Agustín de Iturbide ha sido secuestrado de los festejos en los que debería ser, sin ninguna duda, el primero en aparecer, pero al menos sus cenizas se encuentran en un lugar mucho más honorable que los demás héroes de la Independencia, en una de las capillas laterales de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.
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